Por media hora. El día en que Bochini no se probó en San Lorenzo
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*Por Sebastián Giménez, escritor. Autor del libro “Veinte Relatos Cuervos”.
Dedicado a Nazareno Brondo (@nazarenoB77)
Zárate queda a casi cien kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en la rivera del río Paraná, ese brazo de agua tan largo que surca entera la Mesopotamia argentina. Y ahí nació el hombre del que trata este relato, que no fue nunca jugador de fútbol de San Lorenzo de Almagro. Y entonces, ¿por qué ocuparse de él? Tal vez porque fue un hombre importante. Que, aunque de nuestra generación nadie haya visto cantar a Gardel, hubo y sigue habiendo disputas sobre su lugar de nacimiento: que Uruguay, que Argentina. Una banalidad, diría José Gervasio Artigas, porque forman las mismas Provincias Unidas del Río de la Plata indistintamente tanto la provincia Oriental o Buenos Aires. La misma patria grande y el mismo fútbol en este caso. Porque hay hombres que son tan grandes que trascienden la camiseta que vistieron y se convierten en símbolo del fútbol como cosa de todos.
Pero bueno, este hombre hizo historia con la pelota al pie con una camiseta también importante, en uno de los grandes de la Argentina como el Club Atlético Independiente de Avellaneda. Este breve relato sólo se ocupa de consignar su sentimiento de hincha, que es una verdad que el mismo protagonista se ocupó siempre de reafirmar toda vez que le consultaron y con total naturalidad. Puede molestar a muchas personas lo que aquí se recuerda en este intento de revocar a esos defensores acérrimos de una especie de sacralidad de los ídolos. Hay muchas historias, leyendas urbanas de ese tipo pero pocas veces son refrendadas por los protagonistas. Una de ellas hasta dice que el Pipi Romagnoli era hincha de Huracán en su infancia. Pero qué nos importa si fuera cierto, si el hombre se encargó bien de disimularlo en el verde césped convirtiéndose en el jugador más campeón en la historia de San Lorenzo de Almagro, alzando la Copa Libertadores en el 2014, amasando la pelota con la diestra y brindando sus destellos de indudable calidad. Pero qué nos importa si el hombre fue alguna vez del globo, como en un bautismo al que se le tira agua y aceite al bebé, que no sabe ni lo que está pasando y después el hombre se convierte en ateo, mahometano o cristiano, lo que quiera ser.
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Si a la grandeza de la figura unimos a Independiente y la simpatía por San Lorenzo, no es difícil adivinar que estamos hablando de Ricardo Enrique Bochini. Yo nací en el 79 y lo vi jugar poco al Bocha, ya se nos presentaba como un viejito que caminaba la cancha casi como Valderrama. Pero qué calidad, madre de Dios. Recuerdo un golazo que le hizo a Racing en el 87, pegándole una bola lenta que parecía un tirito y se coló en el ángulo dibujando una preciosa emboquillada en su trayectoria.
Y bien, al hombre lo entrevistó Gustavo López en el programa “Un buen momento” de Radio La Red, y tiró de repente como al pasar, que quiso ir a probarse inicialmente a San Lorenzo, antes de ser alguien en el fútbol. Me imagino al purrete queriendo vestir la de los Matadores, los Carasucias, soñando recibir el pase de la Oveja Telch, tirando fintas como el Loco Doval, desbordes como Casa, definiendo como el Bambino Veira o Areán. Que lo trajo su tío de Zárate, pero andá a saber los embotellamientos que habrá tenido que atravesar o simplemente salieron sin tiempo desde esa lejana localidad. Y, por más que acelerara el auto o corriera rápido el colectivo, no iban a llegar a la hora pactada a Avenida La Plata, donde se erguía el Gasómetro, el Wembley argentino, ese gigante de tablón en plena Ciudad de Buenos Aires que fuera el teatro donde la familia Bochini supo escuchar transmitidas por la radio las andanzas de tantos jugadores. Y el pibe no llegó a la prueba de jugadores como cuando no llegás al examen y te ponen un uno y vas directo al recuperatorio o te la llevás previa, como en este caso. Una asignatura pendiente que nunca rendiría.
Llegaron tarde y vieron tal vez que los empleados administrativos no se ocuparon demasiado en atenderlos, diciéndoles simplemente: ya se fue el micro a la ciudad Deportiva, mostrando a duras penas cierta compasión de aquél pequeño que se quedó sin poder demostrar sus dotes. Y no habrá faltado tal vez el charlatán que se arrimara teatralizando un fingido lamento y preguntando: ¿Venían por la práctica?, tomándose la cabeza y diciendo: “se fueron hace media hora, qué pena”, con los ojos fijos en el pibe que tenía los botines puestos. ¿De Zárate vienen?, tal vez quiso saber. No me diga, señor, de tan lejos. No le puedo creer. ¿Y para dónde se fueron?, habrá inquirido el tío del practicante frustrado. Por allá se fueron, le hubieran explicado señalando un punto indefinido por avenida La Plata hacia Cruz. Ignorando completamente que ese joven iba a ser tan grande, nadie sintió el pálpito de que se estaba perdiendo una oportunidad hasta institucional y lo dejaron ir como a un pibe más que no llegó a la práctica.
¿Hubiera cambiado la historia por media hora? Tal vez hubiera llegado el joven Ricardo Enrique Bochini a la práctica y jugado su tarde menos inspirada, unos poquitos quince minutos dando lástima y siendo tachado rápidamente en el cuaderno del seleccionador. ¿Saben lo que es tener que demostrar tu valía en quince minutos? Es pegarle al arco desde 45 metros para hacerte ver, embolsándola fácilmente el arquero. Es ensayar una gambeta para lucirte con el defensor bien parado, de frente, y sucumbir en el intento. Es querer tirar una pisada, trabarte vos mismo con la pelota y dejarla ahí en el buche de la defensa. Lo hubiera mirado el seleccionador a los ojos y dicho, como a tantos: dedícate a otra cosa, pibe.
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O no, pudo pasar que al pibe le salieran todas o algunas cosas y que el entrenador determinara: fichémoslo, este pibe tiene futuro. ¿Dónde vive? ¿Habrá lugar en la pensión?
Pero nada de eso ocurrió porque el tío y el sobrino llegaron media hora tarde. A Avellaneda, que es todavía más lejos de Zárate, habrán llegado temprano, vaya uno a saber. O tarde y lo supieron esperar. Que a veces las cosas se dan en quince minutos, o no se dan por media hora. Y le tiraron la pelota a ver qué podía hacer. Y el resto es historia.
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